Me acuerdo cuando mi tía Cata y
mi abuela me llevaban a mí y a mis primos a un mercado de la Colonia
Moderna. Ya desde aquel tiempo tenía ese
Grand Marquis que siempre me ha gustado, es un carro viejo, pero como pocos,
mucho mueble nuevo le envidiaría la potencia y soltura que aún tiene ese carro,
lujoso en sus años mosos, parecía que flotaba, y siempre, en el paso a desnivel
de la avenida Nogalar, mi tía tocaba el claxon para que nos divirtiéramos con
la acústica que se hacia allí. En el camino hacia ese mercado, en un crucero
antes de llegar a avenida De la Juventud, siempre estaba un hombre, harapiento,
vestido como un mendigo cualquiera, sucio y que mi tía siempre saludaba, y le echaba
madres, y luego se reían y después como si nada, arrancábamos a nuestro
destino. El hombre siempre iba vestido con un short a las rodillas (amarrado
con un mecate), una camiseta sucia y percudida, unas vendas en las manos, igual
o más sucias que su demás atuendo, y en cada cambio de semáforo, se ponía enfrente
de los carros, y hacia su rutina, una rutina de boxeo, upper’s, yaps, ganchos, movimiento
de pies, todo por unas monedas que el automovilista en turno le quisiese
regalar. Pasaron los años y el hombre seguía allí, en ocasiones, ya no
importaba si estaba enfrente o no de los carros, hacia su rutina, como perdido,
como luchando contra un rival de antaño, un rival que tal vez lo tumbo de su
gloria, o tal vez peleando y reclamándole a su propio destino por tenerlo allí,
mendigando glorias pasadas. No importaba si alguien lo veía y le hacía una
mueca de disgusto o si simplemente lo ignoraba, el al final, levantaba las
manos en señal de victoria, agradeciendo al público mudo e indiferente que tal
vez se preguntaba, al igual que yo, que vida tan mas cabrona y jodida le pudo
haber tocado vivir, para haber terminado allí, siendo juzgado como un loco,
perdido en sus delirios, persiguiendo algo, tratando de recuperar algo que tal
vez nunca fue. Hace pocas semanas, pase por ese mismo crucero, y lo vi,
haciendo su misma rutina, ahora más viejo, mucho más cansado, y haciendo al
final, igual que siempre, su señal de la victoria. Al cambiar el semáforo,
acelere en mi carro, y vi su rostro fijamente, estaba llorando. Acelere, como
queriendo recordarlo en sus “tiempos de gloria”, pero en lugar de eso, solo
pude pensar, que tal vez, esa era la última ocasión en que lo iba a ver.